Joseph Fouché, Duque de Otranto, político francés que ejerció su poder durante la Revolución francesa y el imperio napoleónico. Fue una personalidad de gran influencia en Francia, durante la tormentosa era política que vivió, siendo el fundador del espionaje moderno y el responsable de la consolidación del Ministerio de Policía de Francia, posteriormente denominado Ministerio de Interior, como una de las instituciones más avanzadas de la nación.
Fouché, el genio tenebroso
Stefan Zweig
Stefan Zweig
INTRODUCCIÓN. José Fouché fue uno de
los hombres más poderosos de su época y uno de los más extraordinarios de todos
los tiempos. Sin embargo, ni gozó de simpatías entre sus contemporáneos ni se
le ha hecho justicia en la posteridad.
A Napoleón en Santa
Elena, a Robespierre entre los jacobinos, a Carnot, Barras y Talleyrand en sus
respectivas Memorias y a todos los historiadores franceses –realistas,
republicanos o bonapartistas_, la pluma les rezuma hiel cuando escriben su
nombre. Traidor de nacimiento, miserable, intrigante, de naturaleza escurridiza
de reptil, tránsfuga profesional, alma baja de esbirro, abyecto, amoral... No
se le escatiman las injurias. Y ni Lamartime, ni Michelet, ni Luis Blanc
intentan seriamente estudiar su carácter, o, por mejor decir, su admirable y
persistente falta de carácter. Por primera vez aparece su figura, con sus
verdaderas proporciones, en la biografía monumental de Luis Madelins, al que
este estudio, lo mismo que todos los anteriores, tiene que agradecerle la mayor
parte de su información. Por lo demás, la Historia arrinconó silenciosamente en
la última fila de las comparsas sin importancia a un hombre que, en un momento
en que se transformaba el mundo, dirigió todos los partidos y fué el único en
sobrevivirles, y que en la lucha psicológica venció a un Napoleón y a un
Robespierre. De vez en cuando ronda aún su figura por algún drama u opereta
napoleónicos; pero entonces, casi siempre reducido al papel gastado y
esquemático de un astuto ministro de la Policía, de un precursor de Sherlock
Holmes. La crítica superficial confunde siempre un papel del foro con un papel
secundario.
Sólo uno acertó a ver
esta figura única en su propia grandeza, y no el más insignificante
precisamente: Balzac. Espíritu elevado y sagaz al mismo tiempo, no limitándose
a observar lo aparente de la época, sino sabiendo mirar entre bastidores,
descubrió con certero instinto en Fouché el carácter más interesante de su
siglo. Habituado a considerar todas las pasiones -las llamadas heroicas lo
mismo que las calificadas de inferiores_, elementos completamente equivalentes
en su química de los sentimientos; acostumbrado a mirar igualmente a un
criminal perfecto _un Vautrin- que a un genio moral _un Luis Lambert_,
buscando, más que la diferencia entre lo moral y lo inmoral, el valor de la
voluntad y la intensidad de la pasión, sacó de su destierro intencionado al
hombre más desdeñado, al más injuriado de la Revolución y de la época imperial.
«El único ministro que tuvo Napoleón», le llama, singulier génie, la plus forte
tête que je connaiss, «una de las
figuras que tienen tanta
profundidad bajo la superficie y que permanecen impenetrables en el momento de
la acción, y a las que sólo puede comprenderse con el tiempo». Esto ya suena de
manera distinta a las depreciaciones moralistas. Y en medio de su novela «Une
ténébreuse affaire» dedica a este genio grave, hondo y singular, poco conocido,
una página especial. «Su genio peculiar _escribe_, que causaba a Napoleón una
especie de miedo, no se manifestaba de golpe.
Este miembro desconocido
de la Convención, lino de los hombres más extraordinarios y al mismo tiempo más
falsamente juzgados de su época, inició su personalidad futura en los momentos
de crisis. Bajo el Directorio se elevó a la altura desde la cual saben los
hombres de espíritu profundo prever el futuro, juzgando rectamente el pasado;
luego, súbitamente _como ciertos cómicos mediocres que se convierten en
excelentes actores por una inspiración instantánea_, dio pruebas de su
habilidad durante el golpe de Estado del 18 de Brumario. Este hombre, de cara
pálida, educado bajo una disciplina conventual, que conocía todos los secretos
del partido de la Montaña, al que perteneció primero, lo mismo que los del
partido realista, en el que ingresó finalmente; que había estudiado despacio y
sigilosamente los hombres, las cosas y las prácticas de la escena política,
adueñóse del espíritu e Bonaparte, dándole consejos útiles y proporcionándole
valiosos informes... Ni sus colegas de entonces ni los de antes podían imaginar
el volumen de su genio, que era, sobre todo, genio de hombre de Gobierno, que
acertaba en todos sus vaticinios con increíble perspicacia». Estos elogios de
Balzac atrajeron por primera vez la atención sobre Fouché, y desde hace años he
considerado ocasionalmente la personalidad a la que Balzac atribuye el «haber
tenido más poder sobre los hombres que el mismo Napoleón».
Pero Fouché parecía
haberse propuesto, lo mismo en vida que en la Historia, ser una figura de
segundo término, un personaje a quien no agrada que le observen cara a cara,
que le vean el juego. Casi siempre está sumergido en los acontecimientos,
dentro de los partidos, entre la envoltura impersonal de su cargo, tan
invisible y activo como el mecanismo de un reloj. Y rara vez se consigue
captar, en el tumulto de los sucesos, su perfil fugaz en las curvas más
pronunciadas de su ruta. ¡Y más extraño aún! Ninguno de esos perfiles de
Fouché, cogidos al vuelo, coinciden entre sí a primera vista. Cuesta trabajo
imaginarse que el mismo hombre que fue sacerdote y profesor en. 1790, saquease
iglesias en 1792, fuese comunista en 1793, multimillonario cinco años después y
Duque de Otranto algo más tarde. Pero cuanto más audaz le observaba en sus
transformaciones, tanto más interesante se me revelaba el carácter, o mejor, la
carencia de carácter de este tipo maquiavélico, el más perfecto de la época
moderna. Cada vez me parecía más atractiva su vida política, envuelta toda en
lejanía y misterio, cada vez más extraía, más demoníaca su figura. Así me
decidí a escribir, casi sin proponérmelo, por pura complacencia psicológica, la
historia de José Fouché, como aportación a una biografía que estaba sin hacer y
qué era necesaria: la biografía del diplomático, la más peligrosa casta
espiritual de nuestro contorno vital, cuya exploración no ha sido realizada
plenamente.
Una biografía así, de
una naturaleza perfectamente amoral, aun siendo, como la de José Fouché, tan
singular y significativa, me doy cuenta de que no va con el gusto de la época.
Nuestra época quiere biografías heroicas, pues la propia pobreza de cabezas
políticamente productivas hace que se busquen más altos ejemplos en los tiempos
pasados, No desconozco de ninguna manera el poder de las biografías heroicas,
que amplifican el alma, aumentan la fuerza y elevan espiritualmente. Son
necesarias, desde los días dé Plutarco, para todas las generaciones en fase de
crecimiento, para toda juventud nueva. Pero precisamente en lo político
albergan el peligro de una falsificación de la Historia, es decir: es como si
siempre hubiesen decidido el destino del mundo las naturalezas verdaderamente
dirigentes. Sin duda domina una naturaleza heroica por su sola existencia, aún
durante decenios y siglos, la vida espiritual, pero únicamente la espiritual.
En la vida real, verdadera, en el radio de acción de la política, determinan
rara vez _y esto hay que decirlo como advertencia ante toda fe política_ las
figuras superiores, los hombres de puras ideas; la verdadera eficacia está en
manos de otros hombres inferiores, aunque más hábiles: en las figuras de
segundo término. De 1914 a 1918 hemos visto como las decisiones históricas
sobre la guerra y la paz no emanaron de la razón y de la responsabilidad, sino
del poder oculto de hombres anónimos del mas equívoco carácter y de la
inteligencia más precaria. Y diariamente vemos de nuevo que en el juego
inseguro y a veces insolente de la política, a la que las naciones confían aun
crédulamente sus hijos y su porvenir, no vencen los hombres de clarividencia
moral, de convicciones inquebrantables, sino que siempre son derrotados por
esos jugadores profesionales que llamamos diplomáticos, esos artistas de manos
ligeras, de palabras vanas y nervios fríos. Si verdaderamente es la política,
como dijo Napoleón hace ya cien años, la fatalite moderne, la nueva fatalidad,
vamos a intentar conocer los hombres que alientan tras esas potencias, y con
ello, el secreto de su poder peligroso. Sea la historia de la vida de José
Fouché una aportación a la tipología del hombre político.
Stefan Zweig
Salzburgo, otoño 1929.
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